27.12.09

La insultante defensa de un atropello

La embestida de Kirchner contra la prensa transparenta su deseo de destruir al otro antes que de construir algo mejor
De un ex presidente de la Nación, todo ciudadano de bien esperaría un discurso mesurado, capaz de sacar al pueblo del letargo de las antinomias que tanto daño le han hecho al país. No es el caso de Néstor Kirchner, quien tras los fallos judiciales que convalidaron el rechazo a la controvertida ley de medios, insistió en acusar a "algunos empresarios" de desestabilizadores y señaló enfáticamente al Grupo Clarín y a sus directivos. Visto desde esa óptica sesgada, reducida a una disputa por una cuota de poder, aquel que, sea poderoso o no, se ve afectado por una norma y obtiene de la Justicia un fallo favorable, parecería convertirse en una suerte de réprobo que merece la condena del pueblo argentino. Es peligroso tomar al pie de la letra ese mensaje en una república que, se supone, respeta la división de poderes y en la que, se supone también, ninguno de ellos está sujeto a la altanería de una persona en particular, por caudillo o jefe que se crea. De Kirchner y de su mujer, la presidenta Cristina Fernández de Kirchner, más allá de la difusa línea entre el poder real y el virtual, la gente espera la estatura suficiente para honrar la cultura cívica en lugar de tildar a un medio de comunicación, esencial para la vida democrática, de enemigo. Se alienta desde la cúspide del poder político una andanada de insultos y falacias en la cual alguien que se caracteriza por ser crispado acusa al otro de serlo, porque "basta ver las cosas que están escribiendo en sus medios", y alguien que siempre quiso manipular la opinión pública a su antojo acusa al otro de "ser cobarde y antidemocrático" por idéntica causa. No es novedosa esta embestida de Kirchner contra los medios de comunicación ni contra los periodistas en general. Lamentablemente, lleva ya unos cuantos años y, por ello, es curioso, al menos, que no se haya dado cuenta del daño que provoca con un mensaje tan venenoso con el cual parece empeñado en liquidar un pleito personal. De ser cierto aquello que dice, en un país tan permisivo que lleva dos años engañado con las estadísticas del Indec y bastante más con promesas de obras no hechas, tampoco es el tono apropiado para exponerlo. Exabruptos de esa naturaleza le quitan toda seriedad a la llamada ley de medios. Desde el 28 de junio, tras una derrota que la Presidenta pretendió interpretar e inculcar como una victoria de su marido, los Kirchner viven más ensimismados que nunca. La suma del poder público, alcanzada con un manejo arbitrario de fondos públicos en campañas electorales, no debería ser utilizada en forma imprudente con un léxico rayano en los malos modales en el cual el otro es el culpable de todo y ellos son los salvadores del país. La mirada hacia el pasado con la mera comparación entre su traspié electoral y los golpes de Estado de 1955 y 1976 poco y nada deja de edificante cuando, en perspectiva, la gente no quiere retroceder, sino avanzar. Parece que este deseo no es fácil de entender en la cima del poder. Hasta es difícil determinar si, en realidad, es más importante la ley de medios o el encono de los Kirchner con la prensa y otros sectores de la sociedad que, de repente, son tachados de enemigos y golpistas. Es irresponsable comparar a la Argentina de hoy con la que precedió a la última dictadura militar. Todos hemos aprendido la lección. Nadie estaría dispuesto a tolerar una interrupción del sistema democrático ni un gobierno que no sea el elegido por el pueblo. Si los países exitosos superaron horrores de dimensiones planetarias, como el Holocausto, guerras civiles y bombas atómicas, ¿qué nos impide a los argentinos establecer pautas de convivencia superadoras? Regodearse con una ley por su aspecto negativo, como si sólo se tratara de destruir al otro en vez de construir algo mejor, refleja la verdadera intención de sus autores y, a su vez, nos pone en autos de que no se puede vivir endilgándole al otro toda la responsabilidad sobre el país que no pudo ser y que, de este modo, tampoco será (a pesar de que últimamente la sociedad da cada vez más señales de que sí quiere volver a serlo). Será, en todo caso, un país que no ha cambiado en más de medio siglo, cuyo poder se mide en votos y cuyas leyes, al menos las más polémicas, deben ser avasallantes, casi humillantes, para ser efectivas. En la batalla que nos proponen los Kirchner, quizás ellos crean que son los ganadores, pero el gran perdedor es el país por medir su progreso en ver quién aplasta a quién hasta que, como si fuera una bomba de tiempo, no queden más que odios y divisiones.

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